EDITORIAL | Autor: Andrés Maslyk | 09-06-2020
El elogio de la puerta
Abuso de poder
Si hay algo que abunda por estos dÃas es la sobre actuación. Entonces, si de artilugios del rubro actoral hablamos podemos referir a la exageración de Wiñazky, llorando porque no pudo ver a su sobrina, la estupidez humana de Verónica Lozano haciéndole burla al periodista de TN y a los panelistas de diversos programas tirando del hilo. Nada de eso se puede comparar con el real y legÃtimo abuso de poder que se siente, exagerado e irremediable, frente a la puerta de un comercio cuando el portero te mira del otro lado y no te deja entrar. Es época de distanciamiento social. Vos pasás, vos esperas. Ahora no. Ahora sÃ. Puede llover afuera, o hacer frÃo; nada importa: nos distanciamos mirando como el de adentro, el cliente que ya logró ingresar, no se apura ni se compadece de los que puerteamos. La vida asà es una eterna abertura esperando poder ser cruzada, permiso mediante.
Al fin y al cabo una puerta es una abertura en una pared o valla que va desde el suelo hasta una altura adecuada y permite pasar de un lugar o ambiente a otro; generalmente consta de un elemento de cierre que consiste en un marco fijo que queda ajustado y asegurado en el hueco de albañilería, y de una o varias hojas o placas de madera, metal, vidrio u otro material que se encajan en el marco. Hay puertas memorables, como La Puerta de Alcalá, en la calle homónima de Madrid. Hay puertas miserables, como la puerta verde. En el casino de oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) funcionó durante la dictadura una puerta principal que se veía al entrar al "Salón Dorado" de la planta baja y era verde, de hierro, custodiaba con guardia armada. Esa puerta marcaba el paso al más allá.
Otras puertas fueron sublimes, como la Sublime Puerta de Estambul, que lleva ese nombre por la antigua práctica de los gobernantes orientales de anunciar sus decisiones y edictos en la puerta de su palacio. Otras fueron trágicas, como la puerta 12, del Estadio Monumental de River Plate en donde el 23 de junio de 1968 murieron aplastadas 71 personas.
Hoy, las puertas de nuestros comercios son menos prosaicas. En épocas del COVID-19 marcan quién entra y quién debe esperar afuera, por el absurdo hecho de pretender comprar en simultáneo con otro cliente, en el mismo espacio vital. Así, el ahora poderoso portero, que ríe desde su alma, disimula desde afuera, te aguarda con un rociador con alcohol, te obliga a limpiarte los pies en un trapo de piso antes de traspasar el umbral de ese negocio, vigila el rito sagrado del distanciamiento social, no distante, no social, que nos lleva a un no lugar donde las compras son otra cosa. Los vendedores no significan mucho y el hecho de adquirir un bien, o servicio, se redefine en sí mismo como un alocado acto egoista de desobediencia universal.
La puerta nos lleva al cuarto oscuro, el año que viene. Ojalá todos recordemos cómo la traspasamos en 2019 para sufragar, dónde estamos y hacia dónde vamos. El hombre y la puerta comparten una historia binaria. El conector lógico, booleano y lacónico, es mutuamente excluyente. Si te animás a cruzar la puerta y te dejan, tu vida puede ser otra cosa. Si te quedás en casa el destino puede que igual haga de las suyas. La suerte no está echada, pero Dios parece estar jugando a la perinola, no a los dados, y parece ser que salió "Todos Ponen".
En tanto gira la puerta, gira la perinola divina, gira el tiempo hacia un momento cualquiera, líquido, en el que se nos ocurre comprar café, medialunas, yerba, alcohol en gel, repuestos de electricidad, cosas de la ferretería o carne. Lo mismo da, la puerta tiene un portero, con alcohol y una escondida sonrisa burlona: "pasarás cuando yo lo decida" parece sintetizar en la mueca.
Errantes por el 2020 nos movemos de fase en fase, aguardando las dimensiones fractales del tiempo en las que podríamos ser y no ser a la vez, como si la vida fuera a durar para siempre. ¡Perdón, me toca pasar: es mi turno!